CIUDAD DE MÉXICO.- Es una pena que no viva ya el señor Ortega, originario y vecino de mi ciudad, Saltillo. Él habría arreglado el problema de la CNTE en menos tiempo del que tarda en persignarse un cura loco. Y además lo habría arreglado sin derramamiento de sangre -o de dinero- y sin necesidad de esos diálogos en los cuales una parte dialoga de pie y la otra de rodillas. El señor Ortega era pagador de los Ferrocarriles. Antes había sido poeta, pero entonces los poetas no eran becarios de por vida, y pasaban hambre, de modo que el señor Ortega cambió la poesía por la pagaduría. Sucedió, por cierto, que en la tertulia de los intelectuales de la localidad se discutía una noche la figura de Ortega y Gasset. Llegó uno de los contertulios y alguien le preguntó a bocajarro: “¿Qué piensa usted de Ortega, don Fulano?”. “¡Ah! -respondió el interrogado-. ¡Desde que ese Orteguita se metió a los Ferrocarriles está perdido para la poesía!”. En aquella época los Ferrocarriles eran un desastre. El sindicato de ferrocarrileros era tan poderoso que sus agremiados hacían y deshacían a su antojo. No se presentaban a trabajar, o llegaban siempre tarde. Incluso había un empleado, el llamador, cuyo trabajo consistía en ir por las cantinas y burdeles cercanos a la estación avisando a las tripulaciones que ya era hora de que se presentaran a trabajar. Los retrasos y cancelaciones eran cosa de todos los días; hagan ustedes de cuenta las aerolíneas de hoy. Se contaba que un día el tren llegó puntualmente. El maquinista, fogonero, conductor, garrotero, agente de publicaciones y demás tripulantes del convoy se asombraron al ver que en la estación se había congregado una ingente multitud presidida por el alcalde, el cura párroco, el maestro y los demás notables de la población. Una banda de música tocaba la marcha “Honor y gloria”; los niños de la escuela ondeaban banderitas; repicaban las campanas de la cercana iglesia. Fue el conductor a preguntar a qué se debía esa jubilosa recepción. Regresó e informó al resto de los tripulantes: “Nos están homenajeando porque es la primera vez en 50 años que el tren llega puntual. Su arribo estaba anunciado a las 12, y llegamos a las 12 en punto. Por eso la celebración. Ahora óiganme bien: ¡tizne a su madre el que diga que ésta es la corrida de ayer!”. Con la llegada del señor Ortega a la pagaduría las cosas cambiaron como por ensalmo. Trabajadores y empleados dejaron de faltar; todos llegaban puntualmente a ocupar sus respectivos puestos; se acabaron las demoras y cancelaciones. Ni el ferrocarril inglés era tan eficiente como el de Saltillo. Aquel milagro llamó tanto la atención que el gobernador hizo llamar al señor Ortega y le preguntó con asombro cómo había logrado eso. “Muy sencillo -respondió él-. Soy pagador, y dejé de pagarles su sueldo a los que faltaban o llegaban tarde”. En igual forma, para dar fin a los desmanes de los mal llamados maestros de la CNTE no es necesaria la intervención de la fuerza pública, ni se requiere perder tiempo en esos inacabables diálogos en que los líderes cenetistas actúan con arrogante prepotencia y los representantes del Gobierno con sumisa condescendencia. (Se parecen esos funcionarios a don Martiriano, que le decía a su mujer, doña Jodoncia: “No iré a la casa de tu mamá. ¡Y ésa es mi penúltima palabra!”). Si se quiere acabar con los abusos y exacciones de aquella banda de facciosos simplemente no se les pague su salario a los que falten a su trabajo por andar en manifestaciones, bloqueos, plantones, quemas de vehículos y otras extorsiones. Si los descuentos son efectivos y continuados ya se verá que los “profesores” vuelven al redil, y se acaba en ellos todo ímpetu revolucionario. Duele más un apretón en el bolsillo que otro allá donde les platiqué. FIN.
MIRADOR
La reina Isabel no es tan reina con su corona y su cetro como doña Rosa cuando se pone el delantal en la cocina.
Las demás mujeres de la casa guardan entonces silencio respetuoso, y se limitan a mirarla como si vieran al Padre Dios en el acto de la creación. Ella entonces prepara sus guisos con maestría igual con la que Horowitz tocaba sus conciertos.
Si doña Rosa está en su cocina el lugar se vuelve territorio vedado para los varones. Dice: “El hombre en la cocina huele a caca de gallina”. Añade: “Un hombre aquí es como un colchón atravesado”. Y remata el despido con la frase acostumbrada: “Mucho ayuda el que no estorba”.
Una de las mayores sabidurías del hombre consiste en reconocer la supremacía de la mujer. No sólo en la cocina, sino en todas partes. Don Abundio, que ha enfrentado él solo con su rifle Mendoza y su machete al oso, al jabalí y al puma, en presencia de su esposa se vuelve manso corderito. (En cambio yo, en presencia de la mía, soy todo lo contrario: me vuelvo corderito manso).
¡Hasta mañana!
MANGANITAS
“El confesor le preguntó a la penitente: ‘¿Le eres fiel a tu marido?’.”.
Ella respondió en conciencia,
y además muy orgullosa:
“Sí, padre. Soy fiel esposa.
¡Y con bastante frecuencia!”.
Armando Fuentes
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