Por Omar Aguilar.
En las líneas sangrientas de los ataques del narco es difícil delimitar los móviles, también, políticos.
Desde las últimas dos décadas el poder político empezó a ver como “normal” las disputas que surgen entre los grupos del narcotráfico después de cada cambio de gobierno, a nivel federal o en los estados. La operación de los cárteles siempre había sido encubierta por pactos con el Estado y los gobiernos, pero en los últimos años irrumpió en la esfera pública casi igual que el terrorismo, con ataques, enfrentamientos, decapitaciones y mensajes.
Esos grupos, que controlan lo mismo el tráfico de drogas como el lavado de dinero, el secuestro, la extorsión, la trata de personas y la prostitución, buscan en cada cambio de gobierno su propio reacomodo. La oportunidad es mayor cuando el grupo dominante pierde fuerza; cuando sus líderes han sido detenidos o cuando, con la llegada de otras autoridades, son reemplazados sus secuaces infiltrados en las fuerzas policiales y Fiscalías.
En varios estados del país, principalmente en el Norte, desde que inició este 2017 se recrudeció la disputa por el control del trasiego y los territorios del Cártel de Sinaloa, después de que Joaquín “El Chapo” Guzmán fuera recapturado y extraditado a Estados Unidos. El mayor número de ataques se ha reportado, además, en las entidades donde hubo cambios de gobierno y, principalmente, de partido en el poder.
El equilibrio sostenido por esos acuerdos de impunidad entre el poder político y el del narcotráfico, se quebrantó también en Quintana Roo. Los Zetas, que habían dominado el norte de la entidad desde que perpetraron en Cancún la mayor ejecución múltiple en noviembre de 2004 -meses antes de que Joaquín Hendricks entregara el poder a Félix González Canto-, fueron desplazados en la plaza de la Riviera Maya por ex miembros de los cárteles de Sinaloa, del Golfo y Jalisco Nueva Generación que, agrupados, fueron reconocidos por autoridades militares desde 2014 como el “Cártel de Cancún”.
Ahora los Zetas reclaman el territorio perdido en donde las ganancias, sólo por la venta de drogas, es de mil 500 millones de dólares al año. El enroque para controlar ese “negocio” fue el móvil de los ataques en el primer mes del año al bar Blue Parrot de Playa del Carmen y contra el edificio de la Fiscalía General de Quintana Roo, en Cancún.
El móvil político no se ha podido delimitar pero una clave está en el rifle de asalto p90 que aseguró la Fiscalía luego de que sus agentes repelieron el ataque a sus instalaciones en Cancún. En Quintana Roo sólo hay registrados dos rifles de este tipo y habían estado en manos de los escoltas del ex gobernador Roberto Borge. Este vínculo entre el narcotráfico y el poder político en la entidad, debería ser también una línea de investigación.
Y esa línea debería extenderse más allá del gobierno que acaba de dejar el poder en Quintana Roo porque el vínculo con el crimen organizado involucra también a ex presidentes municipales como Fredy Marrufo, nombrado recientemente delegado de la Sedatu por el gobierno federal y quien durante su gestión en el Ayuntamiento de Cozumel (2013-2016) protegió al delincuente más buscado aquí en los últimos años, Alejandro Chacón Mantilla, quien finalmente fue aprehendido hace cinco días en Playa del Carmen.
La firma del ex presidente municipal está impresa, incluso, en la licencia de conducir que la Dirección de Tránsito y Seguridad Pública de Cozumel le expidió a Chacón Mantilla, en agosto de 2016, bajo el nombre de Carlos Martínez Alcocer, cuando ya era buscado por las autoridades locales y federales bajo cargos de crimen organizado.
Esos acuerdos de impunidad se están resquebrajando y los poderes, criminales y políticos, están respondiendo con ráfagas de fuego.
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