Los hermanos Santaella estaban orgullosos de su casa en Los Campitos: era una villa lustrosa de tres alturas y una hectárea de jardines con árboles frutales, que sus padres levantaron como tantas otras en la isla española de La Palma, casi cuarto por cuarto, planta por planta, a lo largo de 40 años de esfuerzo.
Los que aún residen en la isla acuden a diario a verla desde la carretera LP-2, a emocionarse con el milagro de que siga en pie después de dos semanas de asedio de una colada que parece que no se mueve, pero que hace cinco días que ya abraza el edificio por tres de sus cuatro costados y comienza a quebrar sus muros.
“¡Aún resiste, la campeona, mamá!”. Francisco Santaella no quiere que sus padres pierdan la esperanza: son octogenarios los dos y se han mudado con otro hermano a la isla vecina de Tenerife, porque vivir en esas circunstancias en el pueblo de los Llanos de Aridane resultaba demasiado amargo para ellos. Pese a la lejanía, han visto cómo está el hogar de sus mejores años, ha salido en televisión, así que Francisco procura no infundirles falsas esperanzas.
Decenas de familias perdieron su casa en el barrio de El Paraíso en las primeras horas de erupción. Otras viviendas de los alrededores quedaron sepultadas en cosa de dos días. En la primera semana, las coladas comenzaron a tragarse un pueblo entero, Todoque, del que ya no queda nada. Pero cientos de personas en el valle de Aridane han vivido, viven, una tortura a cámara lenta que dura ya cinco semanas. No es que teman perder su casa, saben que la van a perder; es el volcán el que marca el ritmo y es imprevisible.
Es el caso de la familia Santaella. “Esto es una tortura: algunas mañanas pienso ‘mira, que se la lleve ya’. Son muchos días vigilándola, viendo qué le pasa”, se sincera Francisco.
“Nunca pensamos vernos así”, continúa. Sin embargo, la verdad es que llevan ya algo más de dos semanas “así”. O expresado de otra manera: han contado ya cuatro coladas desde que les ordenaron desalojar y han visto caer las viviendas de todos sus vecinos.
Las autoridades se esfuerzan estos días en pedir a los palmeros que no pierdan la esperanza, que piensen en que el volcán se apagará y la vida seguirá. Francisco es de los que piensan así, pero se para un segundo, mira a las 900 hectáreas de lava que se extienden ante sus ojos y suelta su pregunta: “¿Dónde ponemos después la casa? ¿dónde? Eso está por ver ahora mismo, es lo que le digo a mi madre”.
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