CIUDAD DE MÉXICO.- “Hay que darle el beneficio de la duda a Raúl Cervantes”, dicen. “No sabemos si el nuevo procurador logrará ser el fiscal que el país necesita, pero puede llegar a serlo”, insisten. “La militancia partidista no es un obstáculo”, repiten quienes apoyan la postura propuesta por el respetado Dr. Pedro Salazar de la UNAM. Algunos argumentos de buena fe, y otros no tanto, pero con el mismo resultado. Aceptar el hecho consumado de un funcionario políticamente teñido para un puesto que requerirá independencia incuestionable. Aceptar el fait accompli de un “fiscal carnal” para una tarea que exigirá credibilidad sin cuestionamientos. Aceptar un proceso de selección fársico por parte del Senado que pisoteó su papel de contrapeso. Eso es lo que piden que hagamos. Otra vez, doblar las manos. Otra vez, agachar la cabeza. Otra vez, guardar un amable y civilizado silencio. Otra vez, dejar que nos “jodan” y ahora hasta con nuestra anuencia.
Lo que piden debería ser inaceptable para cualquiera que quiere ver una procuración de justicia distinta en México. Una Fiscalía General que no funcione como tapadera para ejecuciones extrajudiciales o aval para desapariciones forzadas o manto protector para los cuates o ventanilla para la venta de investigaciones a modo. Como lo ha sido y lo seguirá siendo si allí permanece un miembro del PRI y no uno cualquiera. Raúl Cervantes no solo ha sido un militante de su partido; era abogado de Peña Nieto en el caso Monex, cuando el PRI fue acusado de fraude electoral y el IFE desechó el caso, en uno de los tantos fallos desaseados de su historia reciente. Cervantes no es un priista más; lleva años vinculado a procesos jurídicos y políticos orquestados por el consejero jurídico del presidente. Minimizar su función de tornillo del engranaje con efectos perniciosos para la justicia es un acto de profunda candidez, en el mejor de los casos. Aunque el gobierno cambie en 2018, el ADN de Raúl Cervantes no lo hará. Las lealtades que carga, los favores que debe, los intereses que necesitará proteger permanecerán allí.
Y la defensa de Cervantes en torno a lo buen interlocutor que fue durante el debate sobre el Sistema Nacional Anticorrupción tampoco es suficiente para avalarlo. Ni su “solidez técnica”, ni su “capacidad política como negociador”. El punto de partida para quien ocupe la Fiscalía General tiene que ser la característica fundacional de la autonomía. La distancia crítica que Cervantes por trayectoria y temperamento no tiene. El combate a la corrupción en México no va a requerir consensos y negociaciones, sino precisamente lo contrario. Va a necesitar alguien con la capacidad para entender el daño que la cuatitud le ha hecho a la justicia. Raúl Cervantes ha vivido de ella, se ha beneficiado de ella, se ha enriquecido con ella. No reconocerlo es ignorar cómo (mal)funciona el sistema político mexicano. No reconocerlo es suponer que el Senado se enteró de todas las “cualidades” de Cervantes a la hora de auscultarlo. Pero no lo hizo. Lo eligió después de una comparecencia express; un montaje teatral de senadores que no actuaron como contrapesos sino como lacayos.
Finalmente, argumentar que “lo fundamental no es quien es el fiscal” revela una ingenuidad sorprendente. Sugerir que no importa el individuo sino “la construcción de la institución renovada” evidencia una credulidad impactante. Parte de una visión edulcorada de proceso legislativo, donde -en realidad- quienes reforman la Constitución y elaboran las leyes pocas veces crean diseños y límites y controles para servir a la ciudadanía. Eligen procuradores y “renuevan” instituciones para mantener sus propios privilegios. Pretender que Raúl Cervantes -siendo quien es y viniendo de donde viene- va a romper con el statu quo para erigir un Fiscalía General que no proteja al PRI como forma de vida es creer que la Casa Blanca fue un malentendido, y que Eduardo Medina Mora llegó a la Suprema Corte por su intachable reputación, y que los “moches legislativos” son un mito, y que Santa Claus sí existe.
Escatimarle a Raúl Cervantes el beneficio de la duda y exigir que no sea Fiscal General no es un acto de mezquindad o purismo. Es un deber ciudadano. Es una forma de decirle al presidente y al Senado que no aceptaremos fruta envenenada proveniente de un árbol envenenado. Ese árbol retorcido que ha sido la justicia en México.
Denise Dresser
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