CIUDAD DE MÉXICO.- Al empezar la noche de las bodas el anheloso novio se tendió nerviosamente en el tálamo nupcial. Vestía la piyama de seda azul celeste que su mamá le había comprado para la ocasión, con sus iniciales bordadas a mano -las de la mamá-, pero eso no le quitaba el nerviosismo. Salió del baño su flamante mujercita. Iba cubierta por una vieja bata de cretona floreada, y calzaba unas pantuflas de peluche en forma del famoso gato Garfield. Se quitó la muchacha la peluca rubia que usó a lo largo del noviazgo; se sacó los pupilentes que daban a sus ojos el color de la jacaranda en flor; se despojó de los rellenos que le permitían lucir galas de tetamen que en verdad no poseía, e hizo lo mismo con ciertos complementos glúteos que ponían en su parte posterior atractivas redondeces, pero mentirosas. Finalmente metió en un vaso con agua la placa dental que imitaba su perfecta dentadura. “¡Santo Cielo! -exclamó el tribulado novio-. ¿Qué no tienes nada natural?”. “Sí -respondió ella-. Un hijo”. Le confió Susiflor a Rosibel. “Me da muy mala espina ese psiquiatra. Tiene diván matrimonial”. “Hoy la tierra y los cielos me sonríen. Hoy llega al fondo de mi alma el sol.”. Puedo hacer mío ese entusiástico dístico de Bécquer. Sucede que mi artículo de ayer sobre el amor a México, a la patria, mereció el elogioso comentario de cientos de lectores que a través de expresivos mensajes me dijeron que comparten conmigo ese sentimiento. María de la Luz, mi esposa amada, me contó que la columna la había hecho llorar, y mi hermana Odila, dueña de generoso corazón, me llamó muy temprano en la mañana para decirme que ese texto había merecido la máxima calificación de cuantas otorgaba la profesora Victoria Garza Villarreal, nuestra maestra de dibujo en la Benemérita y Centenaria Escuela Normal de Coahuila. Calificaba ella los trabajos de sus alumnos del cero al 10, según el uso, pero a la máxima calificación, el 10, le daba diversas gradaciones para mostrar la creciente excelencia del trabajo. He aquí esa escala evaluadora según la recuerdo todavía. 10 con lápiz. 10 con lápiz rojo. 10 con lápiz rojo, subrayado. 10 con lápiz rojo, dos veces subrayado. 10 con lápiz rojo, dos veces subrayado y con la firma de la maestra. Y la máxima calificación, que sólo se concedía una vez cada varios años: 10 con lápiz rojo, tres veces subrayado, con la firma de la maestra y la rúbrica del señor director. Esa excelsa, superlativa nota mereció el trabajo de aquel compañero mío de gran talento artístico, Tomás Aguirre Sanmiguel, que dibujó el vaso de vidrio que un día nos puso de modelo la señorita Victoria. Vio ella la obra de Tomás, la levantó por encima de la cabeza para mostrárnosla, y exclamó con expresión arrebatada: “¡Si se me cae la hoja el vaso se quebrará!”. ¿Imaginan mis cuatro lectores lo que sentí cuando mi hermana queridísima me dijo que mi columna sobre México había merecido la máxima calificación que otorgaba la profesora Garza Villarreal? Me alegraron igualmente los mensajes que recibí de los lectores porque vi en ellos el testimonio de que el amor a México late en nosotros, mexicanos, por encima de todos los males que a nuestra patria agobian y a pesar de la corrupción, impunidad e incontables ilegalidades de que la hacen víctima quienes en vez de usar el poder para servir al bien común lo detentan para su medro personal. Siempre ha habido malos mexicanos, pero son más, muchísimos más los que con su trabajo diario hacen fuerte y digno a este país y labran para él un porvenir mejor. Merecen un 10 con lápiz rojo, tres veces subrayado, con la firma de la maestra y la rúbrica del señor director. FIN.
MIRADOR
Me habría gustado conocer a don Apolonio García, ranchero acaudalado, propietario de casas y terrenos en Guadalajara.
Pancho Villa impuso un préstamo forzoso a los ricos de la bella ciudad. Don Apolonio, conocido por su apego a los dineros, dijo que no podía dar esa aportación: era sólo un pobre campesino.
-Llévenlo preso -ordenó Villa.
-Como lo mande su merced -suspiró don Apolonio.
Al día siguiente lo hizo traer a su presencia. Si no entregaba la suma requerida, le dijo, mandaría que le dieran una cintareada, una golpiza con la parte plana de la espada.
-Como lo mande su merced -volvió a suspirar el ricachón.
Un día después Villa lo amenazó con amenaza peor: si no pagaba la contribución lo haría castrar.
-Como lo mande su merced -suspiró otra vez don Apolonio. Y añadió con otro suspiro:
-Dios le dé buena mano al capador.
Villa prorrumpió en una fuerte carcajada y ordenó:
-Suelten a este viejo cabrón. Me hizo reír, y la risa es mejor que el dinero.
¡Hasta mañana!
MANGANITAS
“Sucedió en una mueblería”.
Pidió “el mueble sexual”
una solterona ardiente.
Le aclaró al punto el gerente:
“Dice: ‘Mueble seccional'”.
Armando Fuentes
Sé el primero en comentar