CIUDAD DE MÉXICO.- Aquel señor oyó ruidos extraños en el cuarto de su hija. Esos sonidos eran, por orden alfabético: acezos, jadeos, resoplos y resuellos. También se escuchaban “húmedos y anhelantes monosílabos”, como escribió López Velarde en su bellísimo poema “Tierra mojada”. Intrigado por aquellos ruidos el paterfamilias se atrevió a abrir cautelosamente la puerta de la habitación de la muchacha. Lo que miró lo dejó -también por orden alfabético- atónito, aturdido, desconcertado, estupefacto, turulato y zurumbático. Su hija estaba en la cama acompañada por un guapo doncel, ambos en puris naturalibus, es decir sin ropa. “¡Clavelina! -prorrumpió el genitor con iracundia-. ¿Qué significa esto?”. Respondió calmosamente la muchacha: “Salí al jardín y vi una ranita que me dijo: ‘Soy un príncipe al que una bruja mala convirtió en rana. Si me das un beso regresaré a mi ser natural’. Traje la ranita a mi recámara; le di el beso que me pedía, y efectivamente, se convirtió en este príncipe que ves”. Clamó, fúrico, el señor: “¿Acaso piensas que voy a creerte ese cuento?”. “Papá -replicó Clavelina en tono de reproche-. Cuando tú me lo contaste yo te lo creí”. Entre muchas cosas malas una buena, que por lo mismo se debe señalar. Aplaudo la visita que hizo el Presidente Peña Nieto, en el Hospital Militar de Mazatlán, a los soldados heridos en el ataque perpetrado en Culiacán por bandas criminales. Fue importante el reconocimiento presidencial a la labor de quienes arriesgan su vida en defensa de la sociedad. Igualmente ha de mencionarse con encomio el apoyo que se dará a las familias de los militares muertos en esa emboscada. La visita del Presidente reviste mucha significación en el contexto de la lucha contra la delincuencia organizada. La mamá de Pepito lo llevó con un médico a fin de que calificara su desarrollo físico y mental. El facultativo sentó al niño en su mesa de exámenes y le preguntó: “A ver, amiguito: ¿dónde están los ojos?”. Pepito, aunque extrañado, se señaló los ojos. “¿Y dónde está la nariz?”. El pequeño se puso un dedo en la naricilla. “¿Y dónde está la boca?”. Pepito ya no se pudo contener. Le dijo a su mamá: “Vamos con otro doctor, mami. Este indejo no sabe ni dónde están las partes corporales”. Don Mercuriano, agente viajero representante de “La victoria de Wellington”, casa especializada en la fabricación de botones, alfileres e imperdibles, iba en su coche por un camino vecinal cuando vio un arroyuelo de cristalinas aguas que parecían convocarlo en aquella hora de sesteo bochornoso. Detuvo su automóvil (era un Packard modelo 57, color azul con azulito), y valido de la soledad de aquel umbrío paraje se despojó de su vestimenta y fue a refrescarse en las invitadoras linfas del regato. Buen rato estuvo gozando morosamente el placer del delicioso baño. Lo sacó de su disfrute el ruido que hizo su coche al arrancar. Había dejado puesta la llave de encendido del vehículo; alguien aprovechó su imprudente descuido y se lo robó. Salió don Mercuriano a toda prisa y se encontró con otra mala novedad: el ladrón se había llevado también su ropa. Sólo quedaba el sombrero, uno de fieltro que escapó a la mirada del ladrón. En eso acertaron a pasar por ahí tres mujeres. Nosotros las conocemos: eran Solicia Sinpitier, Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras. Al advertir su presencia el viajante se cubrió apresuradamente sus partes de varón con el sombrero. Las tres amigas vieron su turbación y se echaron a reír. Eso mortificó a don Mercuriano. Les dijo con enojo: “Si fueran ustedes unas damas no se burlarían de mí”. Por las tres respondió Himenia: “Y si fuera usted un caballero se quitaría el sombrero”. FIN.
MIRADOR
Miré la luna, y casi no era luna.
Era un medio paréntesis apenas; la mitad de una mitad de luna. Si se veía es porque el cielo, compadecido de su pequeñez, se hizo más negro para que se notara su tímida blancura.
Yo también sentí lástima de esa luna niña. Su luz ni siquiera alcanzaba a iluminarse a sí misma. Me dio pena. Le dije:
-No te entristezcas, pobrecita. Al paso de los días serás más luna cada noche. Terminarás por llenarte de ti y por llenar el mundo. Pondrás en las muchachas anhelos inquietantes, y los hombres sentirán por tu causa el impulso de perpetuar la vida. En las honduras de la tierra las semillas se abrirán a tu llamado, y la hierba y los árboles saldrán al viento. Allá lejos el mar subirá a verte más de cerca. El sol, sin tus misterios, tendrá envidia de ti, y en un país sin nombre un poeta te mirará y dirá una metáfora lunar nunca antes dicha.
No sé si la lunita me escuchó. Pero alcé la mano al cielo y por el brazo me escurrió una agüita de luna que me llegó hasta el alma y me la pintó de blanco. Con esa claridad camino ahora, y ya no hay noche oscura para mí.
¡Hasta mañana!
MANGANITAS
“Al iniciar el acto del amor la chica le preguntó al muchacho si traía alguna protección.”.
Respondió al punto el tontejo:
“Naturalmente que sí.
Mírala; la traigo aquí:
es mi pata de conejo”.
Armando Fuentes
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