De política y cosas peores

CIUDAD DE MÉXICO.- Don Mercuriano, agente viajero al servicio de “La victoria de Wellington”, casa especializada en la fabricación de botones, alfileres e imperdibles, se mortificaba con su pequeño hijo, pues no quería dormirse. “Duérmete -le ordenó-, porque no tarda en llegar Juan Pestañas”. “¡Éjele! -se burló el chiquillo-. ¡Ése viene solamente cuando tú no estás!”. ¿Cuál es el animal que cambia de peso tres veces al día? El hombre. En la mañana su esposa piensa: “¿A qué horas se irá este güey?”. Entonces pesa media tonelada. A mediodía la mesera del restorán comenta: “¡Miren cómo traga ese marrano!”. Su peso bajó a 70 kilos. Y por la noche su amiguita le dice: “¡Méngache mi pichoncito lindo!”. Ahora pesa 150 gramos. Doña Cocorica, la gallinita del corral, clamaba con angustia, como La Llorona: “¡Mis hijos! ¿Dónde estás mis hijos?”. El hombre de la rosticería la tranquilizó: “No se preocupe. Están dando la vuelta”. Hacía mucho tiempo que no asomaba por aquí Ianni Tzingas, crítico heteróclito, cáustico y satírico. Acostumbra ese personaje enviar misivas de reconvención a quienes merecen ser objeto de censura por algún hecho o dicho reprochable, y firma tales escritos con su nombre de origen esloveno. ¿A quién dirige ahora su mensaje Ianni Tzingas? Al senador panista Jorge Luis Preciado, quien presentó una iniciativa de ley para que se permita a los ciudadanos el uso de armas de fuego en vehículos y establecimientos comerciales. He aquí el texto de la comunicación de Ianni Tzingas: “Estimado Jorge Luis: Hay tres clases de necedades, enunciadas de menor a mayor: 1-. Grandes idioteces. 2-. Supinas imbecilidades. 3-. Soberanas pendejadas. Tu iniciativa pertenece a esta última categoría. ¿No pensaste que el arma que, supones, servirá para la legítima defensa de su portador puede servir también para matar a otro automovilista en una discusión violenta por un incidente de tráfico, o al franelero que se niega a cederte el sitio de estacionamiento, o al agente de tránsito que amenaza con llevarse tu coche al corralón? En esa clase de disputas no es raro llegar a las manos. ¿Y quieres tú que se llegue a las balas? Recuerda el apotegma del vulgacho según el cual ‘Las armas el diablo las carga, y un pendejo las descarga’. Considera los sucesos que en Estados Unidos se ven casi a diario, de homicidios y matanzas colectivas propiciadas por el permiso que se da de portar armas. Reconsidera tu postura, Jorge Luis, y retira esa absurda y peligrosa moción que presentaste sin pizca de buen sentido y de sindéresis. Sobre todo de sindéresis. Ianni Tzingas”. Nada tengo qué añadir a la epístola del conocido crítico. Eso sí: cuando me lo tope lo felicitaré por su mensaje y le preguntaré qué es eso de “sindéresis”. Don Algón le dijo a su empleado Perillano: “Eres como un hijo para mí”. “¿De veras, jefe?” -se emocionó el sujeto. “Sí -confirmó don Algón-. Irresponsable, rebelde, respondón.”. El barbero le preguntó, apurado, al gendarme de la esquina: “¿Vio usted pasar a un hombre corriendo? Me pidió que lo afeitara y luego escapó de la peluquería sin pagar”. Inquirió el agente: “¿Alguna seña particular?”. “Sí -contestó el fígaro-. Iba sangrando, y le falta media oreja”. El recién casado llegó a su casa y sorprendió a su flamante mujercita en el lecho conyugal acompañada por dos sujetos con los cuales se entretenía en un movidísimo ménage à trois. “¡Infame maturranga! -le gritó en paroxismo de cólera-. ¡Vulpeja inverecunda; mala pécora sin sombra de pudor!”. Le respondió ella, quejosa: “No te entiendo, Verulano. Esta mañana te dije que estaba esperando unos cuatitos, y te alegraste mucho”. FIN.

 

MIRADOR

El rey Cleto, calvo de solemnidad, le exigió a San Virila un gran milagro.

-Haz que me salga pelo -le ordenó.

San Virila, respetuoso de la autoridad civil, prometió cumplir ese mandato.

Aquella misma noche el soberano fue a la cama. Cuando se desvistió para ponerse el camisón su esposa, la reina, lanzó un agudo grito y luego prorrumpió en una sonora carcajada. Sucedió que las reales nalgas del monarca estaban cubiertas por una hirsuta pelambrera que lo hacía parecer macaco.

El rey Cleto, furioso, hizo traer a San Virila. Le preguntó, iracundo:

-¿Por qué hiciste eso?

Respondió el frailecito:

-Vuestra majestad me ordenó hacer que le saliera pelo, pero no me dijo dónde.

Fue entonces cuando el rey Cleto aprendió que los milagros hay que pedirlos con cuidado.

¡Hasta mañana!

 

MANGANITAS

“Unos rancheritos fueron a la ciudad y comieron hot dogs”.

“¿Se llaman ‘perro caliente’?

-uno de ellos preguntó-.

¡Carajo, a mí me tocó

la parte más indecente!”.

Armando Fuentes

Salir de la versión móvil