CIUDAD DE MÉXICO.- Don Astasio llegó a su casa después de su cuidosa jornada de 10 horas de trabajo como tenedor de libros. Colgó en la percha el saco, el sombrero y la bufanda que usaba aun en los días de calor canicular y encaminó sus pasos a la alcoba a fin de reposar unos momentos su fatiga antes de la cena. Lo que vio ahí lo dejó suspenso y sin ánimos para cenar: su esposa Facilisa estaba en el lecho conyugal apichonada con un desconocido, un individuo chiquilicuatro, chaparro y esmirriado, que al estar en la posición del misionero sobre su conchabada, mujer en buenas carnes y de estatura procerosa, parecía lagartija en peña, si me es permitido ese atrevido símil. El enojo de don Astasio fue tan grande que ni siquiera tuvo la calma necesaria para ir a buscar la libreta en la cual anotaba voquibles denostosos para abaldonar a su mujer en tales ocasiones. Sólo acertó a decirle un adjetivo adocenado: “¡Infiel!”. Respondió, tranquila, doña Facilisa: “Medio infiel solamente, marido. Te ruego que repares en la corta estatura del señor”. Afrodisio Pitongoinvitó a su amigo Cástulo a ir a un lupanar o mancebía. “No, gracias -declinó él-. Ni siquiera puedo acabarme lo que tengo en mi casa”. Dijo Afrodisio: “Entonces vamos a tu casa”. El alfil es uno de los trebejos de ese arduo juego o intención de ciencia llamado el ajedrez. El movimiento del alfil nunca es frontal: es oblicuo, sesgado, diagonal. Vale decir que el alfil no da la cara. Si la hipocresía, el disimulo o zorrería caben en los escaques del tablero, esas dudosas cualidades tienen su representación en el alfil. Pues bien: en el idioma inglés el alfil se llama “bishop”. Y la palabra bishop significa “obispo”. No gusto de las etiquetas. Siempre corto las de mis camisas y piyamas, pues me causan molestia; las de las piyamas durante el día; las de las camisas por la noche. Por eso no incurro en el desmán de generalizar y decir que todos los obispos son alfiles. En el caso de las llamadas marchas en defensa de la familia, sin embargo, muchos jerarcas tiraron la mano y escondieron la piedra. A las claras se vio que tras esas manifestaciones estaba la consigna episcopal. Nada hay de reprobable en eso, aparte de la ocultación. Sólo que esa aparente defensa de la familia tiende en verdad a impedir que se consagre en la legislación de los estados el derecho de las personas homosexuales a contraer matrimonio, derecho que ha sido ya fijado por el supremo órgano jurisdiccional de la Nación. Alabo la acción de aquellos que, movidos por su fe o sus convicciones, salieron a la calle a defender su idea de familia. Considero, sin embargo, que están lamentablemente equivocados al negar a un número considerable de miembros de la comunidad, entre los cuales hay muchos católicos y cristianos, los mismos derechos de que gozan los heterosexuales. La preferencia sexual no debe ser motivo para hacer de alguien un ciudadano de segunda clase. En ese sentido reconozco la actitud coherente del obispo Raúl Vera. Casi no me como ninguna de sus ostias, pero celebro su actitud de comprensión y ayuda a los homosexuales, que no es de hoy, sino de hace mucho tiempo. Lo mismo cabe decir del sacerdote Alejandro Solalinde. Aquí debe importar más el amor y la misericordia que los dogmas o la etimología. Es una pena que los criterios obsoletos de una jerarquía religiosa cerrada a la razón y la justicia pongan en el camino del error a tantas personas de buena fe. Y mayor pena es que algunos clérigos hagan eso desde la secrecía y la ocultación. Quienes en defensa de los legítimos derechos de la comunidad homosexual acudieron a la puerta de la Catedral Metropolitana no fueron a la puerta equivocada: llamaron a la puerta del alfil mayor. FIN.
MIRADOR
¿Recuerdas, Terry, amado perro mío, cuando eras todavía un cachorro y viste por primera vez el agua del estanque? De inmediato te lanzaste a ella, movido por no sé qué atavismo de perro nadador.
Yo, tu amo, no me preocupé. Mi esposa, mi ama, sí. Me preguntó con inquietud:
-Es muy pequeño; no ha nadado nunca. ¿No se irá a ahogar?
Yo la tranquilicé. Le dije que la razón falla muchas veces, pero el instinto nunca. Y tras de ti estaban mil generaciones de perros cazadores que buscaban la piezas en el agua. Ellos te habían enseñado a nadar. Ellos nadaban contigo.
Yo, Terry, no soy cazador. El instinto de la caza ha sido sustituido en mí por el instinto de la casa. Perdona, entonces, que no te haya dado presas qué cobrar. Tú, perro de caza, te hiciste también perro de casa. Y sin embargo cuando pasaban en otoño las bandadas de patos las veías, tenso, y luego me mirabas como diciendo: “¿Vamos?”.
Nunca fuimos, Terry. Tengo muy vivo el instinto de vivir, pero en mí ya murió el instinto de matar. Tú, que siempre lo entendiste todo, me comprenderás.
¡Hasta mañana!
MANGANITAS
“Medallas en levantamiento de pesas”.
Muchos políticos de esos
que son ladrones más bien,
han sido campeones en
levantamiento de pesos.
Armando Fuentes
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