Erguidos

CIUDAD DE MÉXICO.- “Camina erguido”, cantaba el cantante irlandés Val Doonican hace décadas, en una balada destinada a incitar el honor. “Camina erguido para mirar el mundo a los ojos”, le decía su madre al escritor y profesor de Princeton, Kwame Anthony Appiah. Y la frase se le quedó grabada, ovillada, durante años, llevándolo a escribir The Honor Code: How Moral Revolutions Happen. Al leerlo yo pensaba en México y la revolución moral ausente en torno al tema del matrimonio igualitario, la comunidad LGBT, la homofobia persistente, la discriminación enraizada. Tiempos, los nuestros, de presenciar marchas negando derechos, marchas incitando odios, marchas mancillando la laicidad, marchas que nos deshonran como país.

Movimientos que usan como bandera la palabra “joto”, la palabra “machorra”, la palabra “antinatural”, la palabra “aberración”. Palabras que reflejan comportamientos irrespetuosos y deshonrosos para quienes las pronuncian. Movilizaciones como la impulsada por el Frente Nacional por la Familia que convocan los peores demonios de la naturaleza humana en lugar de sus mejores ángeles. Identificaciones familiares y religiosas unidas no por la virtud cívica sino por la denostación discriminatoria. Formas de pensar y actuar que llevaron históricamente -como escribe Appiah- a la aceptación social de la esclavitud como negocio transatlántico, y a la práctica del “footbinding”, la atadura de pies de las mujeres chinas. Prácticas que gradualmente fueron erradicadas vía revoluciones morales basadas en una reconceptualización de lo “honorable”.

Porque en determinado momento la sociedad piensa que hay algo profundamente deshonroso en las viejos hábitos. Mira hacia atrás y se pregunta: ¿cómo permitimos que eso pasara? Como hoy el encarcelamiento en Estados Unidos del 1 por ciento de su población. Como hoy la vida de una mujer en Arabia Saudita, donde no se le permite ni siquiera manejar. Como hoy lo que implica ser homosexual o lesbiana o transgénero o bisexual en México. Volverse sujeto de esa humillación frecuente que encorva la espalda, obliga a bajar los ojos, guardar silencio, esconder secretos. Cientos y miles de personas juzgadas, sentenciadas, excluidas, discriminadas por el mandato de la Iglesia o los prejuicios provenientes de la ignorancia.

Una verdadera guerra cultural que no puede ser ganada -por lo visto- apelando a la separación Estado-iglesia, o a la evidencia científica en torno a la homosexualidad, o a los múltiples estudios que demuestran cómo la adopción homosexual no produce efectos nocivos en los niños. En esta batalla no cuentan los datos, ni la razón, ni la ley, ni la jurisprudencia asentada por la Suprema Corte. Lo que se impone es un cierto código moral emanado de interpretaciones peculiares de la Biblia y el catolicismo. Un código basado en la condena y no en el entendimiento; basado en la persecución y no en la aceptación; basado en apedrear y no en amar. Un código que seguirá persistiendo hasta que sea reemplazado por otro, en el cual lo honorable será reconocer derechos en lugar de cercenarlos.

Algo que pasó en China cuando se abolió la práctica de atarle los pies a las mujeres; algo que pasó en Inglaterra con el surgimiento del abolicionismo y el fin de la esclavitud; algo que debiera pasar en México si reconociéramos el derecho de todos -incluyendo la comunidad LGBT- a caminar erguidos. A vivir de otra manera, bajo el paraguas protector de la Constitución y con un rechazo colectivo a la tradición. Como lo hiciera William Wilberforce en el siglo XVIII, organizando marchas y juntando firmas y cabildeando al Parlamento, para que un esclavo africano pudiera ser considerado “un padre y un hermano”. Como lo hicieron los abogados David Boies y Theodore Olson cuando llevaron la controversia constitucional sobre el matrimonio igualitario a la Suprema Corte estadounidense y ganaron. Con argumentos similares a pesar de siglos de distancia: la forma en la cual los individuos, las comunidades y los países se comportan con sus minorías provee un rasero de medición sobre su honorabilidad.

Un rasero para corregir lo que Disraeli llamó los “errores virtuosos de una comunidad bien intencionada pero estrecha de miras”. Sólo así será posible empujar a México a una modernidad eludida de equidad fundamental, de compromiso con la dignidad humana. Un lugar para caminar en alto. Y cantar Walk Tall.

Denise Dresser

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