CIUDAD DE MÉXICO.- Lo peor de la estupidez es su insistencia, escribe John Peers en 1,001 Logical Laws. La estupidez omnipresente, constante, casi predecible del presidente Peña Nieto en los últimos tiempos. Alguien que hace dos años no podía hacer nada mal, y ahora no parece hacer nada bien. Arrinconado y acorralado en Los Pinos, rodeado de asesores que lo adulan o lo mal aconsejan, con dos largos años por delante, con poco qué decir o mostrar o defender o empujar. Convertido en el hazmerreír del mundo y de su país por no comprender las implicaciones de las decisiones que toma. Convertido en el tapete de Donald Trump y en el enemigo de Hillary Clinton al ser el artífice de la “humillación a domicilio”.
Humillación reiterada a cada paso, en cada momento. Presente cuando Donald Trump anuncia en la conferencia de prensa conjunta que el muro se construirá y Peña Nieto se queda pasmado. Presente cuando el presidente tuitea que México no pagará el muro y que en privado él insistió en ello. Presente cuando solo seis horas después de decir que es amigo de los mexicanos, Trump los acuchilla en Arizona con su propuesta migratoria. Presente en el Cuarto Informe cuando el primer mandatario menciona lo bueno de su gobierno y luego el equipo de investigación vinculado a “Animal Político” lo desmiente. Helo allí en esas cuatro instancias. Sin respuesta. Sin contundencia. Pusilánime. Perdido.
Como sentenció la revista Slate, quizás el problema es que alguien con 23 por ciento de aprobación no sabe lo que está haciendo. Todo lo indica, todo lo constata, ya no hay política pública sino improvisación. Ya no hay diplomacia sino ocurrencias. Ya no hay un jefe de Estado sentado en la silla del águila sino un personaje demasiado pequeño para ocuparla. Y ríos de tinta han corrido para explicar qué estaba pensando, quién lo asesoró, por qué decidió tomar los riesgos que están acabando con su presidencia. La arrogancia, quizás. El aislamiento, probablemente. La desesperación, sin duda. Pero los resultados están a la vista, en los titulares atónitos de la prensa internacional, en el desdén que el equipo de Hillary Clinton siente hacia el gobierno mexicano, en la perplejidad compartida en los círculos diplomáticos a nivel mundial.
El presidente que invita al “bully” a la casa y se coloca voluntariamente como su bolero. El jefe de Estado que en lugar de defender a México termina mancillando aún más su reputación. Porque no logró un solo beneficio para sí mismo o para el país que gobierna. Si quería usar a Donald Trump para proyectarse como un estadista capaz de dialogar, fracasó. Si buscaba cambiar la narrativa y la conversación sobre su gobierno, fracasó. Si intentaba limpiar su imagen, fracasó. Si pensó que podía ponerle un alto a la xenofobia de Trump y convencerlo sobre la inviabilidad del muro, fracasó. En lugar de usar, fue usado. En vez de crecer, se encogió. Con el daño colateral a la relación bilateral, a la credibilidad de la Cancillería, a la dignidad de los mexicanos y su posición en el mundo.
Por ello se gesta un movimiento ciudadano de rechazo, de indignación. Por ello empieza la exigencia de renuncia, basada en el artículo 84 de la Constitución, que indica lo que podría pasar. Que Peña Nieto dejara la presidencia dado que no sabe qué hacer con ella. Que el Congreso tuviera 60 días para nombrar a un presidente sustituto, votado por dos terceras partes de ambas cámaras. Que -en toda probabilidad- Miguel Ángel Osorio Chong ocupara la presidencia, y ya no podría contender por ella en 2018. Y habrá quienes argumenten que algo tan drástico pondría en jaque la estabilidad del país. Habrá quienes insistan que algo tan dramático conduciría al caos y eso debería ser evitado a toda costa. Pero ¿qué sería peor? ¿La salida de Peña Nieto o su permanencia? ¿La incertidumbre por venir o la certidumbre reiterada de lo que ya estamos padeciendo? Un presidente incapaz de gobernar sin tener que pedir perdón cada semana.
En distintas latitudes, presidentes han caído por fallas mucho menos impactantes, por errores mucho menos graves. Aquí seguimos tolerando la excepcionalidad. La corrupción excepcional. La incompetencia excepcional. La estupidez engolada. Tiempo entonces de recordar las palabras de Woodrow Wilson: “En asuntos públicos, la estupidez es más peligrosa que la bellaquería”.
Denise Dresser
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