A finales de la década de los 60, el águila calva (Haliaeetus leucocephalus), una de las aves rapaces más icónicas de Norteamérica, estuvo al borde de la extinción. La caza deportiva y so pretexto de proteger los recursos de las zonas pesqueras, así como el uso de DDT provocaron una disminución de su población en Estados Unidos debido a los problemas reproductivos que entraña el plaguicida.
No fue hasta 1972 que la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA) prohibió el DDT, que el águila calva comenzó un resurgimiento lento pero constante, que permitió reclasificarla como una especie de preocupación menor en la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.
No obstante, el ave insignia de los Estados Unidos enfrenta una nueva amenaza silenciosa que pasó desapercibida durante décadas: el envenenamiento con plomo.
Un nuevo estudio que analizó restos de plumas, huesos, sangre y tejido hepático de 1,210 águilas que murieron entre 2010 y 2018, encontró niveles dañinos de plomo tóxico en el 46 % de los ejemplares utilizados en la muestra, que incluyó individuos de 38 estados del país.
La principal hipótesis de los científicos es que las águilas se exponen al plomo una vez que consumen presas contaminadas, con fragmentos de balas o instrumentos de pesca que contienen este elemento.
Una vez en el organismo de las aves, incluso una baja concentración de plomo tiene el potencial para afectar el equilibrio y resistencia del águila, lo que a su vez reduce su capacidad para volar, cazar y reproducirse. En casos más graves, esta neurotoxina puede provocar «convulsiones, dificultad para respirar y la muerte».
La investigación publicada en Science calcula que la exposición al plomo está reduciendo en 4 % el crecimiento de la población anual de águilas calvas y en 1 % el de las águilas reales.
El águila calva se extiende en Norteamérica, desde Canadá hasta el norte de México y se diferencia de otras especies por su cabeza blanca y un plumaje inferior más amplio que crece hasta el borde de sus patas. Como otras aves rapaces, se vale de sus garras muy desarrolladas en los talones y una agudeza visual única para cazar desde el aire, alimentándose principalmente de peces y en ocasiones, de carroña o mamíferos pequeños.
No obstante, el plomo no es el único elemento que pone en riesgo la salud del águila calva: en abril de 2021, una investigación previa que analizó los cadáveres de 116 águilas calvas y 17 águilas reales que murieron entre 2014 y 2018 determinó que en más del 80 % de los casos, las aves habían muerto envenenadas indirectamente, a través de restos de veneno ingerido por ratas como un mecanismo de control de los agricultores sobre esta plaga.
Aunque se creía que las intoxicaciones con plomo eran más infrecuentes en las águilas calvas, el estudio encontró que los niveles alcanzan picos en el otoño e invierno, coincidiendo con las temporadas de caza en muchos estados:
“Durante estos meses, las águilas se alimentan de cadáveres y montones de tripas dejados por los cazadores, que a menudo están plagados de fragmentos de perdigones de plomo o fragmentos de balas”, explica Vince Slabe, biólogo en Conservation Science Global y coautor del estudio, que pone énfasis en que basta una concentración mínima del elemento para provocar graves daños a las águilas calvas y reales.
«UN FRAGMENTO DE PLOMO DEL TAMAÑO DE LA PUNTA DE UN ALFILER ES LO SUFICIENTEMENTE GRANDE COMO PARA CAUSAR LA MUERTE DE UN ÁGUILA».
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