CIUDAD DE MÉXICO.- Los guaruras. Los guardaespaldas. Contratados para proteger, vigilar y disparar contra cualquier enemigo, percibido o real. Empleados para que nada malo le pase a sus jefes, a quienes les deben el puesto y la lealtad. Como Raúl Cervantes, el recién nombrado procurador, quien ya ha expresado su deseo de ser fiscal general y quedarse nueve años en el puesto. Como los recién elegidos magistrados del Tribunal Electoral, cuyo plazo fue extendido de manera inconstitucional. Colocados allí con la intención expresa de cuidar los intereses de quienes los eligieron: el presidente Peña Nieto y los partidos y el priismo internalizado por todos. Diciéndonos que no tienen la intención de “joder” al país, pero terminan por hacerlo. Ambos casos -lamentables- no solo por los nombramientos y los procedimientos sino por la ausencia de contrapesos. Cervantes y los magistrados electorales se vuelven guaruras porque el Senado lo permitió.
En un golpe al espíritu fundacional al Sistema Nacional Anticorrupción, que para funcionar necesita una justicia autónoma. Independiente. Despolitizada. Que para operar requiere un procurador y después un fiscal general capaz de recrear una institución que ha condonado la cuatitud y encubierto la ineptitud. Pero ante el imperativo de remodelar la casa, en lugar de nombrar a alguien sin cola que le pisen, el Presidente invita a quien la tiene demasiado larga. Por su militancia partidista, por haber sido senador del PRI, por haber sido abogado de Peña Nieto en el caso Monex, por los conflictos de interés que carga debido a clientes que lo han contratado, por la denuncia legal en su contra como resultado de violencia intrafamiliar, por la consanguineidad con el consejero jurídico y consiglieri de Los Pinos, Humberto Castillejos. Raúl Cervantes no cumple con el perfil adecuado; encarna su antítesis. Tan es así que no logró llegar a la Suprema Corte, como hubiera querido.
Pero ahora -solo un año después- sus defensores argumentan que es un “hombre brillante”, un gran abogado, un constructor de consensos, un político que sabe dialogar, un operador que sabrá rodearse de académicos que le provean la credibilidad de que ahora carece. Quizás todo eso sea cierto, pero es irrelevante. En ese puesto, en este momento era urgente un nombramiento que mandara una clara señal de romper con el pasado para poder trazar el futuro. Era crucial que la característica primordial fuera la distancia y no la cercanía. En lugar de ello, el Presidente ha evidenciado lo que quiere: un certificado de impunidad transexenal, una protección política asegurada en lo que resta de su paso por el poder y más allá. Un séquito de guaruras en la próxima Fiscalía General y en el Tribunal Electoral.
Quizás lo más escandaloso es cómo el Senado de la República legitimó esta contratación cuatista. En un “fast track”, en un “blitzkrieg”, en una operación de planchado y lavado como pocas veces hemos presenciado. Lo señaló Alejandro Hope: el tiempo que transcurrió entre que Barack Obama postuló a Loretta Lynch como fiscal general y fue ratificada por el Senado fue de 165 días. El tiempo que pasó entre la nominación de Raúl Cervantes y su aprobación fue de 1 día. Luego de su comparecencia, en la cual senadores dedicaron más tiempo a congratularlo que a auscultarlo.
Cuando un puesto de tal trascendencia exige un proceso abierto, transparente, participativo. Algo que más de 150 ONG reclamaron a posteriori, cuando ya el Senado había abdicado de la responsabilidad que le corresponde: ser un poder que acota al Ejecutivo, que pone límites al Presidente, que detiene decisiones arbitrarias en lugar de aplaudirlas. Y casi todos los partidos en el Senado avalaron el sablazo a la posibilidad de una forma distinta de procuración de justicia, ¿A cambio de qué? ¿Puestos, gubernaturas, dinero, protección compartida?
No podía haberlo descrito con más claridad Mexico Unido Contra la Delincuencia: “Joder al país es que Enrique Peña Nieto nombre a un fiscal carnal y que juegue a que los delitos prescriban y queden impunes”. Para salvar al Sistema Nacional Anticorrupción entonces solo queda una opción: que Raúl Cervantes se comprometa públicamente a renunciar al cargo y no asumir la Fiscalía General, o que el Senado no apruebe la ley reglamentaria que lo llevaría a serlo. México necesita fiscales independientes, no guaruras gandallas.
Denise Dresser
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