PEKÍN, CHINA. –“Hay que creer en los testigos dispuestos a morir”, decía Pascal. Liu Xiaobo, premio Nobel de la Paz, autor, crítico literario, pensador y disidente chino, ha sido uno de ellos. Este jueves, el Ayuntamiento de Shenyang, la ciudad donde se encontraba ingresado en un hospital, ha anunciado la muerte a los 61 años del disidente que reclamó más alto y más claro que nadie la democracia para China. El cáncer de hígado diagnosticado tarde, demasiado tarde, en la cárcel donde cumplía once años de prisión por “subversión” finalmente le ha vencido. La silla vacía que le representó en la ceremonia de concesión del galardón pacifista en Oslo en 2010 mantendrá su hueco para siempre.
Queda la duda de si el tumor no se descubrió a tiempo por las malas condiciones médicas generalizadas en las cárceles chinas o se trató, como sospechan algunos disidentes y defensores de los derechos humanos, de una negligencia voluntaria para deshacerse del hombre que en su juicio en 2009 declaró “no tengo enemigos ni odio”, pero al que Pekín consideraba su principal adversario político interno.
Sea resultado voluntario o involuntario, con su muerte el Gobierno chino se deshace para siempre de una voz que, de otro modo, hubiera quedado libre dentro de tres años. Una figura con la altura moral del Dalai Lama o la birmana Aung San Suu Kyi en sus años de arresto domiciliario. Una figura que, directa o indirectamente, hubiera servido de referente para quienes se oponen al mandato del partido único, el Comunista.
Liu pasó sus últimos días en el hospital universitario número uno de Shenyang, en el noreste de China, a donde fue trasladado después de que se le descubriera el cáncer, el 23 de mayo. Ni siquiera en su agonía fue libre. China quiso silenciarle hasta el final. Escasísimos allegados pudieron visitarle, incluida su esposa, la poetisa Liu Xia, ella misma desde 2010 en arresto domiciliario, aunque nunca se ha presentado ningún cargo en su contra. El establecimiento estaba vigilado por fuerzas de seguridad; las habitaciones cercanas a la suya se habían vaciado. El acceso de personal no autorizado estaba completamente prohibido. Amigos de la pareja se vieron impedidos de acercarse, o siquiera viajar, al hospital.
La familia dejó claro que su última voluntad era recibir tratamiento médico en el extranjero. Pekín lo rechazó tajantemente. Su argumento, que Liu ya estaba demasiado enfermo para plantearse ningún traslado. Un argumento que sostuvo pese a la opinión contraria de dos médicos extranjeros, uno alemán y otro estadounidense, a los que permitió visitar al enfermo en un aparente gesto conciliador. Los dos arguyeron que la evacuación era posible, pero el tiempo apremiaba.
Sus últimos días estuvieron rodeados de la polémica entre China, que insistía en la gravedad de su estado y reclamaba la no injerencia extranjera, y Alemania, cuya canciller, Angela Merkel, imploraba “un gesto de humanidad” para dejarle marchar. La Embajada alemana en Pekín denunciaba la filtración interesada de vídeos de la consulta con los galenos extranjeros.
Es el primer premio Nobel de la Paz que muere en cautiverio desde 1938, cuando el pacifista Carl von Ossietzky murió en el hospital mientras le retenía el régimen nazi en Alemania. (Fuente: El País).
Sé el primero en comentar