En los ocho años que viví en Playa del Carmen advertí cómo los gobiernos, de la mano de empresarios e inversionistas, destruían quirúrgicamente uno de los destinos más bellos de México y, posiblemente, de los más buscados del mundo por lo que ofrece el mar Caribe, la selva, cenotes y cuevas.
En ocho años atestigüé cómo los gobiernos en turno –cuyos titulares de área y hasta los mismos presidentes municipales– temían aplicar las leyes ambientales y de desarrollo urbano por temor a perder beneficios económicos o paralizar nuevos desarrollos hoteleros y de vivienda.
En ochos años entrevisté a políticos cuyas respuestas me generaban una carcajada interna que después se volvía en cruda decepción, asco por ser cíclicas, simples y estúpidas.
En ocho años hablé con regidores sin preparación, sin visión, cuya preocupación era levantar la mano durante las sesiones de cabildo como símbolo de aprobación a iniciativas ridículas que afectaron al medio ambiente y a la sociedad, como la concesión otorgada a la empresa ecocida PASA para operar el relleno sanitario y la concesión a Aguakan para controlar el agua.
En ocho años cubrí, junto con otros compañeros periodistas, los ecocidios de Grupo Xcaret al construir Xenses, Xenotes y Xochimilco, y al final las autoridades aplaudieron dichas atracciones por generar empleos y más turismo.
En ocho años varios diputados, locales y federales, se comprometieron conmigo para frenar la voracidad de la empresa minera CALICA, y a la fecha únicamente tengo recuerdo de esas palabras como si se tratara de un chiste malo o una salida cínica para ganar simpatías con los activistas y ambientalistas.
En ocho años vi cómo las playas se contaminaron por las descargas de aguas negras de la ciudad y la falta de infraestructura sanitaria, tanto en la zona urbana como en los hoteles, cuya densidad rompe con los estudios previamente hechos y establecidos.
En ocho años vislumbré situaciones diferentes en cada gobierno, pero al final cambios lejanos, promesas y palabrería, ecos insolentes.
En ocho años conocí de cerca la ineptitud de las dependencias del gobierno federal, como la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa), y de otras tantas cuya simulación ofende a cualquier ciudadano.
En ocho años presencié reuniones públicas, consultas y comités que no sirvieron para nada, o simplemente para justificar el trabajo de directores de pacotilla que irónicamente fueron respaldadas por algunos líderes de organizaciones afines al gobierno.
En ocho años percibí el aumento de la delincuencia, de los robos masivos a las viviendas, de las violaciones a mujeres por parte de taxistas y del ultraje sistemático a manos de los policías municipales que hacían su agosto cada semana con el sueldo de los obreros.
En ocho años Playa del Carmen cambió para mal, y su presente se antoja violento, desolador y contaminado. Espero equivocarme y, en un futuro, tragarme mis palabras.
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