De política y cosas peores

CIUDAD DE MÉXICO.- Una hermosa chica iba caminando por la calle. Todos los hombres volvían la mirada para contemplar sus ondulantes curvas. Pepito fue hacia ella y le dijo: “Perdone, señorita: ¿sería tan amable de darme el número de su teléfono?”. La chica rio divertida. “Eres un niño -le dijo-. ¿Para qué quieres mi número telefónico?”. Respondió el chiquillo: “Para venderlo”. Avaricio Cenaoscuras, hombre ruin y cicatero, fue a un estudio fotográfico en compañía de su esposa y sus hijos. Le pidió al fotógrafo: “Quiero unas fotos de familia. Pero tómenos nada más del cuello para abajo”. “¿Del cuello para abajo? -se sorprendió el fotógrafo-. ¿Por qué?”. Replicó el avaro: “Me dijeron que así no salen caras”. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, llegó a su casa en horas de la madrugada y oliendo a jabón chiquito. Ante la aquilina mirada de su esposa procedió a desvestirse. Se quitó el saco, la corbata, los zapatos y los calcetines, los pantalones y finalmente la camisa. Esa era toda la ropa que llevaba. “¡Sinvergüenza! -le gritó furiosa la mujer-. ¿Dónde dejaste tu ropa interior?”. Afrodisio se miró a sí mismo y luego exclamó con simulada alarma: “¡Carajo! ¡Los rateros se están volviendo cada día más hábiles!”. En México no se lucha contra la pobreza: se le disfraza. Así lo mostró el desgraciadísimo incidente que tanto lastimó el prestigio del Inegi, cuando alguien maquilló las cifras para dar la impresión de que la tasa de pobreza había disminuido. Eso es como maquillar a un enfermo grave para hace creer que está curado ya. El primer paso para resolver un problema es reconocer su existencia. Ciertamente el grave problema de la pobreza en México no se puede resolver de la noche a la mañana. Pero menos aún se resolverá si se le trata con engaños y simulaciones. Un hombre llegó angustiado a la consulta del doctor Duerf, célebre analista. “¡Doctor! -clamó desesperado-. ¡Tengo un grave problema! Me ha dado por pensar que abajo de mi cama hay alguien. Me asomo y no hay nadie, pero apenas empiezo a conciliar el sueño la inquietud me asalta otra vez, y vuelvo a mirar abajo de la cama a ver si hay alguien. Y así hora tras hora, y noche tras noche. ¡Llevo ya cuatro meses durmiendo sólo a ratos!”. Le informó el doctor Duerf: “Con un tratamiento de dos años puedo quitarle esa obsesión. Venga a mi consultorio tres veces por semana, dos horas cada sesión. Mis honorarios son de 500 pesos la hora”. “Lo pensaré” -respondió el hombre. Un mes después el siquiatra encontró al sujeto en la calle. Le reclamó: “No volvió usted a mi consultorio”. Explicó el tipo: “No tengo ya aquella obsesión. Un cantinero me la quitó por 35 pesos, valor de una cerveza”. Inquirió el doctor Duerf, intrigado: “¿Cómo le hizo?”. Explicó el individuo: “Me aconsejó que le cortara las patas a la cama”… Un médico le confió a uno de sus colegas: “No sé qué hacer con mi esposa. ¿Conoces ese refrán inglés que dice: ‘An apple a day keeps the doctor away?’, una manzana al día mantiene lejos al médico?”. Dijo el colega: “Lo conozco, sí”. Estalló el otro: “¡Pues mi mujer me da una manzana todas las noches!”. A Rosibel le regalaron un hermoso perro afgano. Le dijeron, sin embargo, que el animalito tenía pulgas. La chica fue a la farmacia y pidió algo contra las pulgas. “Este producto es muy bueno -le dijo el farmacéutico alargándole un frasquito-. Simplemente ponga unas cuantas gotas en las sábanas y se acabará el problema. “No se trata de eso -aclaró Rosibel-. Lo quiero para mi afgano”. “Ah, caray -se preocupó el de la farmacia-. En ese caso aplíqueselo con mucho cuidado. Esa parte es muy delicada; se le podría irritar”. FIN.

MIRADOR
Fuimos todos a la milpa a cortar elotes. Después, en el fogón de la cocina, cocimos unos y asamos otros. Luego, sin más adobo que la sal, los disfrutamos en sencillo banquete familiar.
Cualquier intento de hacer el encomio del maíz daría de bruces en la cursilería. Existe el riesgo de caer en un nacionalismo facilón. Eso si todavía en México se produjera maíz. Algo se produce sí, pero mucho del que comemos lo importamos. Estos elotes sí son nuestros: potrereños, nos saben a la tierra, y al sol y al agua de nuestro terruño.
Con esos ingredientes fabricamos este perfecto instante de plenitud gozosa. En el platón, sobre la mesa grande con el mantel bordado, junto a un florero campesino de dalias coloridas, los elotes parecen una ofrenda a los dioses del lar. En el humo que sale de sus hojas va el aroma del trabajo cumplido y del cumplido goce.
Elotes… ¡Qué rico manjar tan pobre! ¡Qué pobre manjar tan rico!
¡Hasta mañana!…

MANGANITAS

“. Una solterona se quejó de que la había seguido un hombre.”.
“Caminé despacio yo,
-dijo al narrar el suceso-
pero, la queja está en eso:
el zonzo no me alcanzó”.

Armando Fuentes – Agencia Reforma

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